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De una promesa, surgió mi resurrección.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Frío desencanto.

Llueve en Salamanca, pero a mí una vez me dijeron que en esta ciudad el cielo raramente regalaba lágrimas. Aun así no han parado de caer desde que llegué aquí.

¿Somos las personas ciudades de lluvia ocasional? ¿Nos creemos con la capacidad absoluta para decir que circunstancialmente nos inundan las lágrimas? Supongo que todos tenemos nuestra tormenta eléctrica propia para mirar a través de la ventana.

Pero te pones un jersey para ocultar los pedazos de tu alma y aunque eso no quite tu frío interno, te acomodas entre las multitudes que pasean por los charcos. Y sigue lloviendo, tronando y cayéndose el mundo sobre tu cabeza (o dentro de ella)
El viento, impasible sigue meciendo nuestros entes traslúcidos, que divagan en dirección a la avenida desencanto. Me enciendo una vela y la pongo junto a la ventana, la abro y se apaga. Cojo el mechero y el viento se lleva el fuego. ¡Mueve la vela, cierra la ventana! Joder, no es tan complicado, pero no puedo. La propia luz inexistente no me deja. Porque aunque esa vela esté apagada y el frío entre por la ventana, sigue siendo calor en contemplación teórica, y me vuelvo a poner el jersey para el alma y me quemo la tela con el mechero, porque claro, se me había olvidado que yo (al igual que la vela) también huelo a pasividad. Entonces, quemo el tiempo, las fotos de fiesta y ese maldito póster de Klimt que tanto me gusta y preside mi cama. Quemo las sábanas para que los sueños no se mojen en ellas y quemo la madera del suelo para no tener que volver a caminar en él.
Cierro la ventana, la puerta y me inundo el pecho de humo. Respiración, expiración, respiración, expiración. Reproducción número 22 de la misma canción, porque quiero morir en un loop de música otoñal. Sí, precisamente de esa que te hace caer los párpados para verla en la oscuridad.

Ha parado de llover en Salamanca mientras escribía esto, pero ahora vuelve a enfadarse el cielo y a tirar agua sin bendecir sobre el tejado de mi edificio. 

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en la utopía.

Abelardo Castillo.